Dos señoras conversan by Alfredo Bryce Echenique

Dos señoras conversan by Alfredo Bryce Echenique

autor:Alfredo Bryce Echenique [Bryce Echenique, Alfredo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Drama, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1998-05-15T00:00:00+00:00


IX

Extrañamente, Mañuco Cisneros dejó pasar varios días antes de volver a hablar de don Pancho. ¿Miedo a llegar al final de una historia que lo obligaba a enfrentarse con un viaje al pasado?

Muy probable. O era tal vez que deseaba preparar las tres o cuatro conferencias con que debía poner fin a su trabajo en la Universidad. Lo cierto es que se encerraba a trabajar hasta bastante tarde. Y más de una noche hubo en que ni siquiera cayó por La Cucaracha.

Hasta que reapareció, por fin, y contó de nuevo que Andaychagua y Mahr Túnel habían sido la tumba peruana de don Pancho. Ya ni siquiera mencionó la Oroya, como si sus recuerdos hubiesen ubicado definitivamente la casa de don Pancho en un punto más cercano a Mahr Túnel y Andaychagua, maldita mina del diablo.

No, no había sido la vez aquella en que él visitó la mina.

—La rebelión, el amotinamiento, el ataque, el levantamiento, o como quiera llamársele, señores, tuvo lugar unos pocos meses más tarde, durante mi siguiente viaje. Durante mi última visita.

Don Pancho había logrado que ni Sally ni yo sospecháramos nada. Y creo que el pobre tampoco sospechó nunca que las cosas hubiesen podido ponerse tan mal. Habría pedido protección a las autoridades de la Oroya, estoy seguro. Pero no. La cosa arrancó por sorpresa, hasta donde yo sé, y lo agarró solo al frente de la mina. La noche anterior habíamos escuchado ópera tranquilamente. Eso lo recuerdo muy bien. Habíamos escuchado la canción de «la bambina» y sus juguetes, que ya era casi una broma entre nosotros, la obertura de «La Traviata», un rito casi sagrado entre nosotros, también, y finalmente optamos por «Aida». De todo eso me acuerdo perfectamente bien. Y me acuerdo clarito que, los días anteriores, don Pancho y yo jugamos sapo conversando tranquilos. La víspera tampoco noté nada de nada. En fin, la calma que presagia una tormenta, puede ser.

Desayunamos juntos muy temprano, como siempre, y don Pancho se despidió no bien oyó que Arévalo le estaba tocando la bocina, afuera. El resto del día, calma chicha. El mismo paseo inútil de cada mañana, las conversaciones o discusiones con Sally en la cocina, el almuerzo riéndonos del anillo de esparadrapo de nuestros pulgarcitos, y la larga sesión de lectura que a veces interrumpíamos para hacer algún comentario. Sally estaba leyendo «Lord Jim, —y yo—, Bajo el volcán». De eso también me acuerdo perfectamente bien.

Pero a eso de las cinco oímos un extraño frenazo delante de la casa, un frenazo de automóvil, y aún no habíamos pensado en nada cuando ya Arévalo estaba en medio de la sala. Él, que siempre tocaba la puerta antes de entrar. Y estaba llorando. Todos los ingenieros habían sido evacuados a último minuto, don Pancho había logrado evacuar a todos los ingenieros al último instante, pero a él lo habían acorralado en el edificio en que quedaba su oficina.

—Ya no puede estar vivo, señora, ya no puede estar vivo, señora Sally —sollozaba Arévalo, aturdido, aterrado, al borde de una verdadera crisis.



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